El 31 de diciembre de 1966, el campeón mundial de los pesos pesados de boxeo, Ernie Terrel, cometió un error que le costaría, además de su título, una paliza que lo dejaría en el hospital: le dijo Cassius Clay a Muhammad Ali.

Dos años antes, bajo la influencia de Malcolm X, Ali se había convertido al Islam y había renunciado a llamarse Cassius Clay: “Es un nombre de esclavo” —declaró— “Yo soy Muhammad Ali, un nombre libre: significa amado por Dios. Insisto en que la gente que me llame así cuando me hable”. Ali elegía sus verbos con la misma precisión con la que escogía sus golpes: en un país racista, Ali era un negro que exigía. Por eso la prensa y los políticos seguían llamándolo Clay.

Cada una de sus frases era una declaración política, y cada titular que las reseñaba, una respuesta. Por esa misma época, la Asociación Mundial de Boxeo lo había despojado del campeonato mundial por una disputa contractual, y Ernie Terrel era, técnicamente, el campeón reinante. Pero para el público y los expertos, el verdadero campeón era ese hombre al que insistían —exigían— llamar Cassius Marcellus Clay, Jr.

El 6 de febrero de 1967, Terrel y Ali entraron al ring para, de una vez por todas, dejar claro quién era el verdadero campeón. El último día del año anterior, los dos boxeadores —vestidos de saco y corbata, parados a la entrada de un camerino— hablaban con un periodista en una rueda de prensa, informal y publicitaria, que se salió del libreto cuando el entrevistador le preguntó a Terrel qué respondía al poema que Ali le había dedicado y que empezaba con este verso: At the sound of the bell /Terrel will catch hell (Cuando la campana suene, a Terrel lo alcanzará el infierno).

La rima de Ali era una arrogante y graciosa advertencia para su adversario, un gigante de dos metros que parecía hablar con la misma lentitud con la que se movía en el cuadrilátero: He may come into the ring looking awfully neat —recitó Ali, con los gestos y las pausas de un orador experimentado— But if he’s not cool /They’ll carry’m out by his feet (Podrá entrar al ring muy elegante / pero si no se porta bien/ saldrá con los pies por delante). Cuando Ali terminó de leer, Terrel empezó una respuesta dubitativa: “Si Cassius Clay…”. Ali lo cortó en seco: “¿Por qué tú, de todos, me dices así, por qué no me llamas por mi nombre?. No eres nada más que un tío Tom”.

Para el pueblo afro del sur del los Estados Unidos, un tío Tom es un negro servil que acepta su condición de esclavo y reconoce la supremacía del hombre blanco. Terrel, que hasta entonces parecía suponer que todo era parte de una bravata promocional, se indignó. No eran balas de salva las que Ali disparaba: “¿Cómo se te ocurre decirme tío Tom?” gritó. Ali no dejó de repetírselo, y Terrel no corrigió su error. En medio de la discusión, en el instante de un parpadeo, Ali sacó un jab al mentón de Big Ernie. Los dos boxeadores fueron sacados a empujones por sus equipos, mientras el periodista le pedía a su camarógrafo que no dejara de filmar. Mientras se lo llevaban, Ali berreaba como un loco, con los ojos desorbitados: “¡tío Tom, tío Tom! ¡No eres más que un tío Tom!”.

Un mes después, ya en el cuadrilátero, mientras le pegaba sin misericordia en una pelea indigna de su elegancia, Ali, con la misma mirada desorbitada, vociferaba al final de cada round “¿Cuál es mi nombre? ¡Dilo!”. Los treinta y siete mil fanáticos en el Astrodome de Houston, incluso los más fervientes seguidores de Ali, le rogaban al réferi que detuviera la pelea. El gigante Terrel aguantó los quince asaltos de pie, y después de perder por los puntos salió directo al quirófano: tenía un vaso del ojo izquierdo reventado y los huesos de la cara fracturados. “Lo veía, y veía dos o tres” —dijo en una entrevista con el periodista inglés Steve Bunce— “y créeme: con uno era suficiente”.

La inclemencia de Ali no era una reivindicación de su ego, como muchos dijeron después de la pelea, sino una proclama política: no habrá piedad con nadie que pretenda perpetuar la opresión. Muhammad Ali, el más grande todos los tiempos, el hombre que ha muerto el 3 de junio de 2016, transformó un oficio de trompadas en una declaración de principios. Cuando sonó la campana, a Ernie Terrel lo alcanzó el infierno de la más letal combinación del hombre que se autoproclamó el Rey del Mundo: la precisión de sus puños, la ligereza de sus pies y la medida de sus versos.

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Hay un error esencial y recurrente sobre Muhammad Ali: suponer que era un bocazas, cuando sus palabras estaban siempre medidas. Meses después de la pelea con Terrel, fue sentenciado a cinco años de prisión porque se negó a unirse al ejército para ir a la guerra en Vietnam. Además de la sentencia de cárcel, perdió su título de campeón, y su licencia para boxear en Estados Unidos fue suspendida por tres años. Además, el gobierno estadounidense le retiró su pasaporte. “No me dejan ganarme la vida, ni salir del país.” —dijo en una entrevista televisiva— “Tengo más de diez millones de dólares en contratos para peleas en Europa y África”. Es difícil creer que un hombre pierda tres años de su vida (los que habrían sido los de su esplendor deportivo) y diez millones de dólares para sostener una bravata. Muhammad Ali explicó su decisión en una declaración con su voz dulce, con la cadencia sureña que heredó de sus antepasados. Cuando Ali hablaba se volvía un dínamo y un imán. Era irresistible y demoledor: su voz era una caricia y sus palabras eran golpes: “Mi conciencia no me deja ir a matar a mi hermano, ni a gente de piel oscura, o a algún pobre hambriento en el lodo en nombre de la poderosa América. ¿Dispararles? ¿por qué?” A medida que su indignación crecía, sus palabras adquirían un ritmo que parecía marcado por un metrónomo y, muy pronto, parecía que hablaba en versos libres:

They never called me nigger,                         Ellos nunca me llamaron nigger

they never lynched me,                                   ni me lincharon

they didn’t put no dogs on me,                      ni lanzaron los perros,

they didn’t rob me of my nationality,            no me robaron mi nacionalidad,

rape and kill my mother and father. …           no violaron a mi madre y a mi padre…

Shoot them? For what?                                    ¿Dispararles? ¿Por qué?

How can I shoot them poor people?               ¿Cómo puede dispararle a esa pobre gente?

Just take me to jail.                                           Solo llévenme a la cárcel.

No hay manera precisa de traducir nigger. En inglés hay dos clasificaciones para los insultos: swear y slur —las malas palabras y las palabras malas. Fuck pertenece a las primeras; nigger a las segundas. Fuck incomoda. Nigger transmite una escala de valores —en realidad, una de desprecios. Es la aceptación del estereotipo del negro en el sur estadounidense: vago, tonto, sucio, analfabeto. En una sola palabra: inferior.

Servía como un comodín de la lengua para justificar la esclavitud, la pobreza y la marginación del negro. Antonio de Nebrija —que publicó en 1517 las reglas de la ortografía castellana, mientras España subyugaba a los aborígenes de América— dijo que  la lengua siempre fue compañera del Imperio. En Estados Unidos, la lengua fue consorte del Apartheid. Idioma viene de dos palabras griegas: ídios, que significa propio, personal, y del verbo idióomai, que significa apropiarse de algo. En la primera, el lenguaje sirve para decir qué somos. En la segunda, para decir qué es nuestro; o, en el caso de los esclavos, de quién somos: Nigger no es un insulto, es una casta. La última en el sistema de clases estadounidense.

Es una palabra que es como un conjunto universo: contiene un relato histórico. Un año después que la esclavitud fuese abolida en Estados Unidos, en Memphis, Tennessee, un grupo de blancos asesinó a cuarenta y siete negros solo por decir en público que eran hombres libres. Quemaron noventa y un casas, doce iglesias y cuatro escuelas. Al menos cinco mujeres fueron violadas. En 1867, el presidente Andrew Jackson dijo en un discurso ante el Congreso que los afroamericanos tenían “menos capacidad para gobernar que cualquiera otra raza”, y que darles el derecho al voto significaría “que el continente atestigüe una tiranía como nunca antes vista”. Según un estudio de la ONG Equal Justice Initiative,  más de cuatro mil negros fueron linchados en público entre 1877 y 1950 en el Sur de los Estados Unidos. Son más  muertes que las que causó la dictadura de Augusto Pinochet en Chile. Beneth H. Barrow, un esclavista de Louisiana llevaba un diario donde, con detalle, contaba cómo sus perros de presa capturaban a los esclavos que buscaban escaparse al norte. En una de las entradas de su libreta, recuerda haberse encontrado con un fugitivo: “Los perros prácticamente le arrancaron las piernas, casi matándolo”. Nada de eso había sucedido en Vietnam.

Ali tenía guerra en casa, ¿por qué debía ir a pelear una guerra lejana, en contra de gente que jamás lo había ofendido?

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Muhammad Ali fue una construcción de Muhammad Ali. Su boca grande, desmedida, hiperbólica, su ego desbordado, su amor por sí mismo, al igual que su boxeo, no eran simples parapetos vanidosos. Tal vez en el joven llamado Casius Marcellius Clay Jr., el campeón olímpico, esa arrogancia estaba vacía y un poco la deriva, pero siempre supo que las cosas estaban mal.

A los dieciocho años, después de ganar la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Roma 1960 Cassius Clay estaba feliz. Creía que había hecho algo grandioso por su país, que ayudaría a que terminara la segregación en su país. Pero también pensó que podría comer en los restaurantes para blancos del centro de Louiseville, en el estado de Kentucky. “Fui al downtown con mi gran medalla en el pecho y entré al restaurante” —contó en una entrevista en Inglaterra— “pero la mesera me dijo que no servían a negros”. Ali se puso furioso. “Le dije que había peleado por este país en Roma, que había ganado la medalla de oro y que iba a comer”. Pero era poca cosa para Louiseville, una ciudad racista: “Me sacaron del restaurante, en mi pueblo natal, donde iba cada domingo a la iglesia, y por el cual querían que vaya a morir en sus guerras”.

Mientras lo contaba, movía manos y abría los ojos y entonaba las sílabas precisas, y susurraba cuando el suspenso de su historia lo ameritaba. Era un gesto dramático que parecía guionado, ensayado y perfeccionado por un profesional. El público en el estudio estaba en un silencio profundo y conmovido. Segundos antes, Ali los había hecho reír con una anécdota de su infancia en la que le preguntaba a su mamá por qué en las paredes de la iglesia no habían ángeles negros. “Ah, ya sé” —habría dicho Cassius, niño— “cuando tomaron la foto, los angelitos negros estaban en la cocina preparando miel y leche para los blancos.”

Ali había flotado en la entrevista como en el ring. Había manejado a su entrevistador como manejaba a sus oponentes: los golpes precisos en el momento exacto. La audiencia estaba fascinada, maravillada, tocada por el carisma del gran campeón.  Era el momento del KO. Ali hizo una pausa, se estiró en la silla, bajó la voz y con voz grave y calma dio el punch final. “Acababa de ganar una medalla de oro olímpica, pero no podía comer en el downtown. Algo estaba muy mal”.

Según Ali, desde ese día, volvió su mirada al Islam. Es increíble, pero al ver el video da la impresión de que la entrevista podría haberse acabado ahí, por knockout al entrevistador, y con la audiencia entregada entera a Ali. Por eso era el más grande, por eso creció la leyenda de Cassius Clay (que luego se convirtió en la de Muhammad Ali) que él mismo contó en el poemas que recitó antes de pelear por última y tercera vez contra Joe Frazier, en la pelea que la historia del box llamó The thriller in Manila.

This is the legend of Muhammad Ali,                                 Esta es la leyenda de Muhammad Ali
The greatest fighter that ever will be.                                 El más grande boxeador que jamás habrá
He talks a great deal and brags, indeed.                             Habla mucho y se jacta, sin duda
Of a powerful punch and blinding speed.                           De su punch poderoso y velocidad cegadora
Ali fights great, he’s got speed and endurance.                 Ali pelea muy bien, rapidez y aguante
If you sign to fight him, increase your insurance.             Si vas a pelear con él, eleva tu póliza de vida.
Ali’s got a left, Ali’s got a right;                                          Ali tiene una izquierda, Ali tiene una derecha.
If he hits you once, you’re asleep for the night                 Si te alcanza con una, dormirás toda la noche.

§

Ahora que Ali ha muerto, mucha gente se ha apresurado con las condolencias. Pero la realidad es que Ali fue un tipo incómodo para el mundo, blanco y cristiano, hasta que le dio Parkinson. Que un negro musulmán, desertor del ejército se creyera el mejor, el más grande y no tuviera miedo de decírselo a nadie, era un acto de rebeldía declarada en verso:

I am America                                                                Yo soy América

I am the part you won’t recognize.                            Yo soy la parte que no quieren reconocer

But get use to me                                                         Pero acostúmbrense a mí:

Black, confident, cocky;                                              Negro, seguro, arrogante;

My name, not yours;                                                   Mi nombre, no el suyo;

My religion, not yours;                                               Mi religión, no la de ustedes;

My goals, my own;                                                      Mis propósitos son míos;

Get used to me!                                                           ¡Acostúmbrense a mí!

Pero Estados Unidos se negaba a acostumbrarse a un negro que tuviera algo que decir. La prensa fue dura con él y su poesía. A.J. Liebling lo llamado Don Poeta cabezahueca bocazas. El periodista John Ahern dijo que sus versos eran “mala poesía casera”. Cuando se negó a ir a la guerra de Vietnam, se convirtió al Islam y renunció al nombre de Cassius Clay, la revista Time lo llamó Gaseous Cassius. El historiador Henry Louis Gates Jr. se preguntaba en un artículo del New York Times titulado Muhammad Ali, poeta político “¿Cuándo en la historia del boxeo se irritaron tanto los críticos por el uso del lenguaje de un boxeador?”

Es probable que nunca antes, porque nunca antes un boxeador —un oficio de pobres— se había atrevido a hablar con tanta desfachatez. “Pero los mismos versos que a un crítico le parecen mala poesía a otro le parecen arte” —escribió Gates— “y no todos pasaron por alto el poder —y el punto— de la poesía de Ali”. Maya Angelou a la que, según Gates, muchos acusaron de hacer mala poesía, lo definió mejor: No era solo lo que decía, ni cómo lo decía. “Era ambas cosas y tal vez una tercera: el espíritu de Muhammad Ali cuando recitaba sus poemas”. Cuando Ali se negó a ir a la guerra, la gente iba a las peleas para gritarle traidor. No soportaban a un negro que no quería ocupar su lugar y que, además, se creía el mejor del mundo.

Ali era un antagonista, elegante y atlético para el que el box fue un medio, nunca un fin: era un negro que peleaba para poder hablar, algo que le estaba vedado en los Estados Unidos. No quería contentar al público, ni a la prensa, ni a sus colegas boxeadores. Según su biógrafo, David Remnick, el columnista Jimmy Cannon escribió: “Me compadezco de Clay y repudio lo que representa”. El más respetado de todos los periodistas deportivos de la época, Red Smith, dijo que Ali era como esos “sucios vándalos” que marchaban contra la guerra de Vietnam. La célebre periodista italiana Orianna Fallaci lo describió como catequizado, hipnotizado, doblado por “Los musulmanes negros, una de las sectas más peligrosas de Estados Unidos, el Ku Klux Klan al revés, asesinos de Malcom X” —escribió en un texto que ahora aparece en el libro Las raíces del odio: mi verdad sobre el Islam — “Y del payaso inofensivo sólo queda un vanidoso irritante, un fanático obtuso que predica la segregación racial, maltrata a los blancos que están con los negros y amenaza a los negros que están con los blancos.”

Cuando Fallaci lo entrevistó, en 1966, lo saludó llamándolo por su nombre de esclavo: Buenos días señor Clay. Falacci entró al ruedo con una provocación y Ali reaccionó de inmediato: estrelló el micrófono contra la pared. La entrevista terminaría con la italiana lanzándole la grabadora en la cara a Ali. “Se llamaba, entonces, Cassius Marcellus Clay. Ahora se llama Muhammad Ali y es el símbolo de todo lo que se necesita eliminar: el odio, la arrogancia, el fanatismo que no conoce barreras geográficas”. Según Fallaci, Ali la amenazó con romperle la nariz si la volvía a ver, pero cuando se encontraron en Nueva York, años después, la ignoró. Para Fallaci, el desprecio de Ali por el hombre blanco era una forma de  racismo. Lo que Ali despreciaba —lo explicó tantas veces— era la supremacía del hombre blanco: la que los linchaba, perseguía, lanzaba a los perros, violaba y asesinaba.

Ali abría la boca para crear problemas porque vivía en un mundo que necesitaba problemas: nació en 1942 en el sur segregado de los Estados Unidos, y su madre lo bautizó como Cassius Marcellus Clay. Era el mismo nombre de su padre y su abuelo: en los estados del Sur estadounidense, los esclavos llevaban el apellido de su dueño.

Su tatarabuela había bautizado a su hijo así en honor a su patrón, Cassius Marcellus Clay, un terrateniente sureño que, según contaba el tatarabuelo de Ali, era —además de abolicionista— un patrón amable y compasivo. El padre de Ali era un alcohólico que descargaba la frustración de ser negro en un país racista golpeando a su mujer, Odessa. El joven Cassius  arrastró también esa misma frustración, y cuando le robaron una bicicleta a los doce años encontró en los guantes una forma de descargarla en el ring. Unos años después, cuando ser campeón olímpico no le alcanzó para ser persona en su natal Louisville, renunció a ese nombre de esclavo y apuntó la fuerza de sus palabras hacia quienes lo oprimían.

Nació ahí su combinación más letal: se movía en el ring al compás de una melodía que parecía componer primero ante los micrófonos. Fue un esteta del box y un esteta de la política.

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Muhammad Ali no solo convirtió a su deporte su causa: le dio profundidad al más superficial de los actos: las trompadas. Freud dijo que la civilización comenzó el día en que alguien insultó a otro en lugar de lanzarle una piedra. Muhammad Ali torció la premisa freudiana: él daba golpes para poder hablar de un país más justo y más pacífico. Su presencia de gigante, su capacidad para decir lo que pensaba y ser escuchado era algo que le estaba prohibido a la mayoría. Ali daba trompadas para la paz.

Eso es algo que contrasta con la visión que de él tenía mucha gente, que lo veía como un radical. Incluso gente inteligente y educada como Oriana Fallaci, Jimmy Cannon o Red Smith. Ali peleaba como una forma de encontrar justicia desde que aprendió a boxear para enfrentarse al ladrón de su bicicleta. La guerra de Vietnam le parecía exactamente lo contrario: “Dicen que cada vez que entro al ring, de cierta forma, me estoy yendo a la guerra” —dijo en un discurso— “Pero hay una gran diferencia: cuando boxeo quiero ganar en una pelea limpia mientras que la intención en una guerra es matar, matar, matar, matar y seguir matando gente inocente”. Nunca jamás otro deportista se jugó todo por una causa.

No hay un deportista contemporáneo dispuesto a arriesgar su carrera como lo hizo Ali. Es difícil imaginar a Stephen Curry —el heredero de Michael Jordan en el basketball— o a Lionel Messi —el genio del fútbol mundial actual— retirándose durante tres años por principios. En un perfil que escribió Peter Richmond para la revista GQ en 1998, Ali dijo que quería que la gente dijera de él: “Peleó por sus derechos. Peleó por su gente. El negro más famoso del mundo. Ferviente creyente en Dios”.

Ali ha muerto en una época en que los deportistas no tienen nada que decir . “Yo entretengo a la gente” dijo el delantero del Real Madrid, Cristiano Ronaldo. El deporte es, cada vez más, un negocio organizado para mostrar marcas, crear ídolos y vender derechos de televisión.

Con la excusa de la pureza del deporte, los organismos que los regulan insisten que los deportistas eviten tener opiniones sobre el estado del mundo. Cuando los basquetbolistas de la NBA Derrick Rose y Lebron James durante el calentamiento antes de sus partidos, en 2015, mostraron una camiseta que decía I can’t breath —las últimas palabras de Eric Garner, un afroamericano asesinado en un caso de brutalidad policial— el comisionado de la liga, su máxima autoridad, dijo que respetaba que los jugadores manifestaran su opinión. “Pero preferiría que los jugadores se ciñeran a las normas reglamentarias sobre su vestimenta”, dijo en una entrevista. Al delantero del Sevilla Frederick Kanouté  la Real Federación Española de Fútbol lo sancionó con una multa de tres mil euros por mostrar una camiseta que decía Palestina. Aún en el siglo veintiuno, nadie quiere lecciones de sus entretenedores. Si Ali fuese un boxeador hoy, sus palabras seguirían siendo una espina.

Muhammad Ali se movía en el cuadrilátero como si hubiese aceptado una invitación a bailar y no para dar trompadas. Parecía tener conciencia de la estética que necesitaba para ser diferente. No transmitía esa brutalidad cruda de los boxeadores. Era elocuente y elegante. En un deporte acostumbrado a la confrontación directa y casi estática de los pesos pesados —la categoría en la que compitió siempre—,  Ali desconcertaba. “Su renuencia a intercambiar golpes con sus oponentes en una forma viril tradicional, su manera de bailar y de circunvalar a sus oponentes, con apenas unos jabs intermitentes y destructivos que salían desde la cadera—escribió David Remnick, su biógrafo— “era, de alguna manera, impropio”.

No solo convirtió al deporte de darse de golpes en un gesto político, sino que hizo que ese gesto tuviera su propia estética. El periodista uruguayo Emilio Lafferranderie escribió “Muhammad Alí hizo de la paquidermia del boxeo una posibilidad de sutilezas. Se movía por el ring con tanta soltura que parecía que usaba zapatillas de ballet”. Sus jabs, ganchos y uppercuts estaban marcados por una cadencia y una métrica que Ali marcaba con los pies y que bautizó como el double clutch. En verdad parecía que flotaba como una mariposa.

Fuera del ring, su estética era la de la rima. Como si fuese un predecesor del rhythm and poetry del rap, que muy pronto se volvería el género musical en que el pueblo negro de Estados Unidos cantaba su vida. Remnick lo llamó un “Ogden Nash pugilístico” en referencia sus rimas. Es difícil pensar en Ali solo desde el punto de vista literario. Es posible que su poesía no esté, ni de lejos, entre la buena. Tal vez apenas entre —como Nash— en el humor, en la rima ingeniosa y algo destartalada.

Pero en su conjunto, en su boca grande y su voz dulce y severa, antes de entrar al ring donde se movía como levitando y golpeando veloz y contundente, en sus declaraciones políticas y sus entrevistas incómodas, esa poesía se elevaba por las demás voces de su tiempo. Ali no solo fue un poeta, como tampoco fue solo un boxeador, pero podía ser un poeta que boxeaba y un boxeador que rimaba a favor de su causa.

§

Muhammad Ali fue más que un boxeador. Fue mucho más que un gran boxeador. George Foreman, el campeón mundial al que Ali derrotó en la mítica pelea Rumble in the Jungle, lo dijo en una entrevista televisiva después de la muerte de Ali.

Cuando entró al ring en Kinshasa, la capital de Zaire (hoy República Democrática del Congo), pensó encontrarse con un boxeador, con un tipo rudo como los demás peleadores de su categoría: “En lugar de ello, me encontré con una presencia más grande que cualquier otra, algo que nunca antes había enfrentado, ni jamás volvería a enfrentar”.

A esa pelea, en 1974, Ali había llegado como el retador en desventaja, y todo el mundo creía que Foreman le propinaría una golpiza que terminaría, por fin, con la carrera de Ali. Pero Ali hizo una pelea inteligente: se arrimó a las cuerdas hasta que el campeón Foreman se cansó. Fue una estrategia que Ali bautizó como el rope-a-dope, otra rima de difícil traducción; tal vez amarrar-a-un-tonto.

“Fue más inteligente que yo”, dijo Foreman en una entrevista. En esa madrugada africana de 1974, Ali llegaba como el campeón del pueblo: un hombre al que le habían robado los mejores años de su carrera por sus ideas, que ya no estaba en su mejor estado físico, pero que se enfrentaba ante quien, aún se dice, tenía el golpe más poderoso en la historia del boxeo. Howard Cosell, tal vez el único periodista que forma parte de la mitología del box, dijo antes del combate: “Tal vez ha llegado la hora de decirle adiós a Muhammad Ali” —hablaba con un aire apesadumbrado— “Porque, honestamente, no creo que pueda derrotar a George Foreman”.

Lo decía en un tono funerario, como si no estuviese dando un reporte de televisión, sino una elegía: decía que, hacía tres años, antes de que fuese suspendido, Ali era el mejor peleador que había visto en su vida. Pero que esa época había pasado, y preguntaba qué oportunidades tenía contra George Foreman, un hombre que despachaba a sus oponentes, uno tras otro, en menos de tres rounds. “Sospecho que después de esta pelea, Ali se retirará”. Al final, Cosell, doliente, dice que lo recordará como boxeador y, también,  “como el extraño, curioso, gregario y cautivante,  a veces cruel y a veces cariñoso hombre que Ali fue”. Al terminar de hablar baja la mirada, como si esperase que bajen el ataúd de Ali para que la gente le tire flores hasta que llegue el enterrador a dar paladas de tierra para sellar su tumba.

Ese enterrador, se suponía, era el poderoso Foreman. Todo el mundo daba a Ali por terminado. Excepto Ali: en las entrevistas previas a la pelea hablaba con el mismo desparpajo de sus mejores tiempos, evocaba a sus raíces africanas, y decía que, finalmente, pelearía en casa. La gente de Zaire lo adoptó enseguida como un héroe propio. Foreman, en cambio, era un foráneo. Dijo que se sentía a gusto en Kinshasa “como un francés en un espectáculo del Lido”.

Cuando sonó la campana por primera vez, Foreman salió a embestir a Ali. Era como si un minotauro de shorts rojos y detalles azules saliera a perseguir a un fauno viejo. El campeón pensaba derribar al bocazas de Ali en el menor tiempo posible, hacerlo comerse el poema que le había dedicado para su encuentro en Kinshasa:

You think the world was shocked when Nixon resigned?

¿Creen que el mundo se sorprendió cuando Nixon dijo que renunciaba? 

Wait ‘til I whup George Foreman’s behind.

Esperen a que lo agarre a George Foreman a nalgadas

Float like a butterfly, sting like a bee. 

Flotar como una mariposa, picar como una abeja.

His hand can’t hit what his eyes can’t see.

Sus manos no pueden golpear, lo que sus ojos no pueden ver

Now you see me, now you don’t.

Ahora me ves; ahora no.

George thinks he will, but I know he won’t. 

George dirá que me ve, pero yo sé que no.

I done wrassled with an alligator, I done tussled with a whale.

He forcejeado con un cocodrilo, con una ballena luché

Only last week I murdered a rock, injured a stone, hospitalized a brick.

Nada más la semana pasada maté a una roca, lesioné a una piedra y a un ladrillo hospitalice

I’m so mean, I make medicine sick.

Soy tan malvado que a la medicina he enfermado.

Foreman se reía mientras escuchaba. Renegaba con la cabeza, como diciendo: espera a que te agarre.  Tal vez por eso salió a lanzar golpes como lo hizo. O, tal vez, Foreman no tenía otra forma de pelear: aniquilar rápidamente a sus adversarios. Ali  sabía que si Foreman se cansaba, tendría una oportunidad. Tuvo razón: “Después del sexto asalto, estaba totalmente agotado”, dijo Foreman.

A dieciocho segundos del fin del octavo asalto, Muhammad Ali empezó a escribir con sus puños envueltos en guantes de cuero café el verso más glorioso del canto a Muhammad Ali. Fue la última combinación de la pelea que empezó en una esquina y solo puede ser contada en presente, porque los grandes momentos de la humanidad se congelan en la historia y se repiten en un loop infinito en alguna dimensión desconocida: Ali aun refugiado en las cuerdas, le da un derechazo en el parietal a Foreman. “Un derechazo escurridizo” —dice el relator— “¡Y ahí va otro!”. Foreman empieza tambalear, no está huyendo, está tropezando hacia cualquier lado. No corre, cae. Ali le pega seis veces en dos segundos.

Todo lo que sucede después es un ballet contemporáneo en el centro de un cuadrilátero: tras el último golpe —un destructor jab de derecha a la mandíbula—, Foreman empieza a caer a tropezones, con una gracia ajena a una pelea de puños. Hay un giro entre ambos peleadores que parece coreografiado: Foreman va hacia el suelo e intenta, con la desesperación del que está por desmayarse, agarrarse de algo que lo mantenga, más que de pie, consciente. Lo único que encuentra es el torso de su rival, y trata de abrazar a Ali, que gira para evitar que el campeón del mundo encuentre dónde sostenerse. Los sesenta mil espectadores rugen como un león gigantesco que ha despertado en el África Central. Ali acompaña a Foreman en su caída y arma el brazo derecho para rematarlo pero algo lo detiene, como si no quisiese arruinar la belleza del momento. Como si asegurar el KO fuese menos importante que dejar que Foreman termine su bello aterrizaje en la lona. La danza de los dos pesos pesados llega a su fin, y el réferi le da la cuenta a Foreman que conoce, por primera vez en su carrera profesional, cómo se ve el mundo desde el suelo.

Ali alza los brazos y la gente termina de enloquecer. El retador en desventaja, el viejo fauno que debía ser aniquilado en minutos por la juventud y potencia del minotauro George Foreman, ha reconquistado lo que siempre fue legítimamente suyo: el cinturón de campeón de los pesos pesados. La historia está escrita: Muhammad Ali es el más grande de todos los tiempos.

Es un momento tan hermoso que, si algún día, después de algún cataclismo atómico, la humanidad se extingue, los extraterrestres que intenten reconstruir nuestra identidad tendrán en ese octavo asalto una prueba hermosa y contundente de la fuerza espiritual, la belleza física y la inteligencia de hombres como Muhammad Ali. “Llamarlo un gran boxeador es una gran injusticia”. Esas fueron las exactas palabras de Foreman en la entrevista después de la muerte de Ali. “Él era más grande que el boxeo, más grande que las estrellas de cine. El era algo realmente especial”. Él era Muhammad Ali, el rey del mundo, el poeta que se hizo escuchar a golpes.

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