Desde que viven juntos, Vasco Pimentel* le ha pedido a su mujer que no le hable cuando se acaba de despertar. Cada mañana, este director de sonido que inspiró Lisbon Story, una película del cineasta Wim Wenders, necesita una hora y media sin oír nada. Cuando su mujer lo olvida y empieza a hablarle, él levanta la mano como un policía que detiene el tránsito y hace una señal de alto. Stop. Silencio. Es pronto para escuchar. La esposa del sonidista, una arquitecta que dejó su vida en Perú para irse a vivir con él a Lisboa, se ha acostumbrado a verlo levantarse, preparar su desayuno y leer su correo sin decir una palabra. Pimentel ha dejado de frecuentar amigos porque hablaban “casi a gritos. Ha dejado de ir a cafés porque lo aturde el bullicio. Ha puesto el sonido a más de cien películas, pero no asiste a festivales de cine: “En las alfombras rojas —dice— hay demasiado ruido”. Tampoco tolera el murmullo de un televisor encendido en su idioma: “Es una inflación de palabras de valor semántico nulo y entonación histérica y mentirosa”. Pero le gusta cómo suenan los programas de televisión en China o en la India: al no hablar esos idiomas, las palabras le llegan sólo como sonidos, sin que entienda su significado. Vasco Pimentel detesta el sonido de automóviles ruidosos en marcha, pero, a diferencia de la mayoría, arruga su cara de tal modo que parece sufrir de la peor jaqueca cuando los escucha: “No sé qué hacer en mi cabeza con el ruido de un carro”, dice. Sin embargo, le gustan las notas musicales “largas, infinitas, lacerantes” que produce una corriente de vehículos al atravesar el puente metálico de Lisboa, la ciudad donde nació. Cada vez que entra a un lugar y el ruido del ambiente es muy alto, Pimentel levanta las manos, se tapa los oídos con las palmas abiertas y aprieta sus mandíbulas como un niño aturdido por los gritos de sus padres. A veces, cuando sube a un auto ajeno y la radio se pone en marcha, se desespera y empieza a darle manotazos a los botones del estéreo hasta que consigue apagarlo.

—El mundo está mal mezclado —dice.

Vasco Pimentel tiene cincuenta y seis años, una mata de cabello plateado, oscuras cejas gruesas y una gaveta repleta de cajas de tapones alemanes Ohropax —paz para los oídos— en su casa. Es la misma marca de tapones que usaba Franz Kafka para soportar los ruidos durante la Primera Guerra Mundial. Los Ohropax fueron inventados por un farmacéutico alemán a principios del siglo XX como respuesta al problema del ruido cada vez más agobiante de la era industrial. Cuando el sonidista abre su cajón y descubre que sólo quedan una caja o dos, sale a recorrer farmacias: si encuentra una que vende esta marca, se lleva todos los que tienen. Hace algunos años, Vasco Pimentel llegó a la conclusión de que el caos de autos, ruidos y gritos que le esperaban afuera de su casa iban a dañarle la audición. Desde entonces, el sonidista lisboeta que ha vivido prestando sus oídos a cineastas como Wim Wenders, Vincent Gallo y Manoel de Oliveira —el director más viejo del mundo— no puede salir a la calle sin ponerse tapones en los oídos.

Nuestro cerebro tiene la habilidad evolutiva para suprimir los ruidos de fondo que no nos interesan. En una fiesta llena de gente, por ejemplo, no solemos escuchar nada en forma precisa hasta que alguien pronuncia nuestro nombre. En un aeropuerto atestado tendemos a escuchar los anuncios de embarque sólo cuando se acerca la hora de nuestro vuelo. Esa capacidad del cerebro para concentrar la audición en una persona o en ciertos sonidos e ignorar los que no nos interesan se conoce como ‘efecto cocktail party’. Cuando el bullicio nos molesta, podemos ‘bajarle el volumen’ al concentrarnos, por ejemplo, en espiar la charla de dos extraños. Si nos interesa una conversación en una fiesta, los ruidos de fondo dejarán de incomodarnos después de unos minutos. “Todos tenemos una especie de filtro —dice Rui Poças, frecuente compañero de filmaciones de Pimentel—. Pero Vasco se queda irritado porque acaba por captar cosas que no quería”. Rui Poças, uno de los mejores directores de fotografía del mundo según el Hollywood Reporter, cuenta que Pimentel suele detener su trabajo en un set de filmación para pedirle a alguien que deje de hacer un ruido que ni siquiera sabía que estaba haciendo: un taconeo nervioso, raspar la pared con sus uñas, o, incluso, mascar chicle.

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Los sonidistas suelen ser detallistas, obsesivos y anónimos. Aunque las caras visibles del cine son los actores y directores, un tipo a quien nadie reconocería en la calle puede ser responsable de la mitad de una película: ninguno de nosotros sería capaz de emocionarse, de exhalar una interjección de euforia o de alivio, de soltar un llanto súbito o un estremecimiento frente a una pantalla si no fuera por un efecto sonoro elegido con precisión para provocarlos. Las películas de terror serían inofensivas sin un director de sonido: el suspenso es el chillido histérico de un violín mientras una mujer se ducha (Psicosis), dos notas repetidas —mi y fa— que suenan cada vez más fuertes a medida que la cámara se acerca a un bañista (Tiburón), un canto infantil distorsionado que se oye cuando un personaje se va quedando dormido (Pesadilla en Elm Street). Los dramas y las comedias románticas no nos harían llorar o ilusionarnos sin el poder de sugestión de la música: Rocky Balboa corriendo por las calles de Filadelfia no nos convencería tanto de su espíritu de superación sin las trompetas de Gonna fly now marcando sus pasos. Leonardo DiCaprio y Kate Winslet serían dos turistas algo suicidas en la proa del Titanic si no fuera por la melodía de fondo de My heart will go on. Patrick Swayze se vería ridículo con esos rayos de luz en la cabeza mientras se despide de Demi Moore, si al final de Ghost, la sombra del amor, no estaría sonando Unchained melody.

Emocionarse con una película se debe en gran parte al trabajo silencioso de un sonidista, pero el sistema hollywoodense tiene su propio ‘efecto cocktail party’: como si fueran el ruido de fondo en una fiesta atestada de celebridades, nadie voltea al oír el nombre de un director de sonido. Gary Summers, uno de los sonidistas más exitosos de Hollywood, ha sido nominado nueve veces al Óscar y ha ganado cuatro, tantos como Spielberg, sólo que a él no le toman tantas fotos ni le preguntamos tanto cómo logró el sonido de miles de espadas chocando en El señor de los anillos, la embestida violenta del agua en Titanic, o los pasos de los soldados en El imperio contraataca. Mark Berger puede sonarnos a algún futbolista inglés, pero es el nombre de uno de los sonidistas de Apocalypse Now, alguien que ha ganado el Óscar las cuatro veces que estuvo nominado. El trabajo de sonido en Apocalypse Now volvió memorables algunas de sus escenas, como la que da inicio a la película: mientras un soldado observa girar un ventilador de pared desde su cama, escuchamos el ruido de las hélices de un helicóptero, y así el juego del sonido y las imágenes logra contagiar la alucinación de un personaje. También marcó un hito en la historia del cine. El director Francis Ford Coppola entendió que el trabajo de sonido había aportado tanto al clima y a la historia del film que los responsables no podían ser considerados sólo “sonidistas”. Desde entonces, a finales de los setenta, se los llama directores de sonido.

En la isla de silencio que es su casa en Lisboa, donde se mantiene a salvo del ruido de los coches, Vasco Pimentel recuerda otra escena de Apocalypse Now: el cocinero baja del barco y se mete en la selva a buscar algo para hacer su comida. Primero se oye el zumbido de los insectos y el canto de los pájaros. Pero de súbito todo el ruido desaparece. El cocinero entra en alerta. Escuchamos que algo avanza sobre la hierba. La tensión aumenta cada segundo. Entonces de la selva surge un tigre como un rayo, y uno queda al borde del infarto. “Hubiese sido un error poner el rugido de un tigre antes de que aparezca —dice Pimentel—. Lo que quieres es que no se entienda que es un tigre”. El cineasta Robert Bresson creía que el ojo es superficial, y que el oído es profundo: “El silbido de una locomotora —dijo— imprime en nosotros la visión de toda una estación”. Para Bresson, un sonido no debe acudir en auxilio de una imagen. Para Pimentel, es estúpido un montaje de sonido donde todo lo que se ve suena tal como se ve en el mismo momento en que se ve.

La cultura urbana occidental privilegia la vista sobre el resto de los sentidos, pero considera la extrema sensibilidad al sonido como un superpoder. El oído nos permite percibir aquello que no está frente a nosotros. Superman oye el grito de socorro de un niño a cientos de kilómetros. En el Hombre Biónico, la exitosa serie de televisión de los setenta, Steve Austin no sólo es capaz de levantar camiones y de ver detalles a kilómetros de distancia: también es capaz de escuchar los planes de los malvados que están muy lejos de él. Hay comerciales de televisión que ofrecen audífonos para oír mejor con la promesa de que podremos escuchar conversaciones ajenas en la habitación de al lado. Sin embargo, algunos que empiezan a usar estos audífonos los abandonan porque de súbito escuchar demasiado los aturde.

Vasco Pimentel, que posee un extraordinario don para oír, vive a veces su poder como una maldición. No sólo le disgusta el ruido de los automóviles: también los gritos de meseros y el murmullo de las conversaciones en los restaurantes; el balbuceo simultáneo de las discusiones futbolísticas en la radio, y las canciones de moda —en especial, las de Rihanna—. No sufre de hiperacusia, el síndrome que vuelve a los que lo padecen intolerantes a sonidos como el timbre del teléfono o el golpeteo de los cubiertos contra los platos. Tampoco sufre de misofonía, un odio al ruido, que es lo que experimentan aquellos que por ejemplo se crispan con la fricción de un bolígrafo sobre una hoja de papel. El problema para Pimentel es el ruido que nos envuelve como una burbuja: aquello que oímos en todas partes, y no percibimos por insensibilidad o indiferencia.

—Las personas escuchan cosas abominables —dice.

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Una tarde, mientras filmaba con el director Wim Wenders, Vasco Pimentel se quitó sus audífonos y caminó resuelto hacia unos niños que jugaban ruidosamente y estaban arruinando una escena. Eran los años noventa, y estaban en una terraza de Alfama, uno de los barrios más antiguos de la capital portuguesa, intentando filmar una escena de Lisbon Story, la película de Wenders que más reflexiona sobre la imagen y el sonido en el cine. De pronto, Pimentel colocó sus audífonos en las orejas de uno de los niños y movió el micrófono para capturar los sonidos que llegaban hasta aquella terraza con vista al río Tajo: el canto de un pájaro, las campanas de la iglesia, el viento entre los árboles, la sirena de un barco llegando al puerto. Uno a uno, los niños escucharon y fueron callando como hipnotizados: se habían vuelto cómplices de un señor que les había hecho oír un mundo que estaba allí, pero que ellos no percibían. Vasco Pimentel había prestado sus oídos a esos niños.

A Wim Wenders le gustó tanto la escena que decidió incluirla en Lisbon Story, un film que trata sobre un director que se propone hacer una película solo con su cámara, sin nadie más, como si fuera la primera en la historia del cine. El personaje que hace de cineasta filma horas y horas en Lisboa, sin sonido, hasta que se da cuenta que su proyecto está fracasando. Entonces le pide auxilio a un amigo sonidista —el protagonista de la película—, quien viaja a la capital portuguesa con su maleta y micrófono para salvar el film. Cuando el actor que hacía de sonidista en Lisbon Story viajó a la capital portuguesa, Wim Wenders le pidió que se inspirase siguiendo durante días a Pimentel por las calles de la ciudad. El sonidista portugués, que ya había trabajado con Wenders en El estado de las cosas, era en realidad el personaje maniático y apasionado que el director alemán quería retratar en su película.

Cuando habla, Vasco Pimentel es tan expresivo como un mimo acelerado y, mientras gesticula, de sus labios brotan onomatopeyas. Las palabras salen de su boca a un millón por hora, pero no le alcanzan para decir todo lo que quiere decir. Vasco Pimentel parece un niño que aún no ha aprendido a hablar e intenta contar una historia con todo su cuerpo y todos los ruidos. Si tuviéramos un control remoto para silenciar el sonido del ambiente y lo dirigiéramos a Vasco Pimentel, entenderíamos qué nos está explicando aún sin escucharlo. En el imperio portugués existía la figura del oidor, un enviado del rey que escuchaba las quejas de los súbditos lejos de la metrópoli, y elegía contar lo que el rey debía saber. Pimentel es un oidor del cine, un sonidista que trabaja intentando hacernos escuchar aquello que hemos dejado de oír.

No sólo Win Wenders ha sido seducido por el carácter obsesivo, hiperbólico y apasionado del sonidista. En el mundo del cine portugués, Pimentel también es conocido por su vínculo visceral y exhaustivo con lo que oye. María de Medeiros, la actriz que lo considera “un poeta del sonido” antes que “un técnico con obsesión por la técnica”, recuerda que Pimentel cautivaba a su equipo durante horas hablando de un sonido. Pimentel nunca deja de trabajar: cuando la filmación de una escena acaba, agarra su micrófono y camina hasta la parada de bus para registrar el sonido que hace al frenar, lo lleva hasta el semáforo de la esquina para grabar el clic del cambio de luces, camina dos cuadras para registrar el ruido de las monedas que caen sobre el mostrador en una tienda o la charla de un vendedor con su cliente. Quién sabe si terminará incluyendo o no alguno de estos detalles en el fondo de la película que está filmando. En el cine, casi nadie percibirá los diálogos de una tienda a dos cuadras de donde ocurre la acción, pero los sonidos estarán allí ayudando a construir un sentido de realidad, un sentido que no siempre es evidente. Es el trabajo de un sonidista. El sonido de los sables láser de Viaje a las estrellas fue conseguido con el ruido de un televisor y el zumbido de un motor. El famoso grito de Tarzán se logró mezclando la voz del actor, unos ladridos de perro, el aullido de una hiena y el do de un soprano. Para hacer El Exorcista, el director reforzó los efectos emotivos de la película incluyendo en la banda de sonido enjambres de abejas, ruidos de cerdos que estaban siendo degollados, maullidos de gatos y rugidos de león. En el libro Resonancia Siniestra, el músico David Toop habla de los sonidos abstractos que Stanley Kubrick utilizó en El Resplandor: el crujir de la nieve, el rebotar de la pelota, el sonido del triciclo de un niño mientras corre por los pisos del hotel, los ecos distantes de una vieja canción. Todo eso, según Toop, provoca un efecto emocional acumulativo tan abrumador que preguntarse si son música real, ruido, sonido ambiental, buena o mala música ya no tiene sentido. Vasco Pimentel fabrica un ambiente sonoro, y juega con el poder del sonido para evocar lo que no podemos ver.

En la última primavera, Pimentel andaba inquieto ante una pregunta: ¿cómo sonaría el consultorio de un psicoanalista instalado en la barriga de una ballena? Para su nueva película, el cineasta Miguel Gomes le había encargado diseñar, entre otras escenas, el sonido de una oficina en la barriga de un animal. Pimentel pensaba en la reverberación de las voces de los consultorios. Durante el invierno, para la misma película, se había pasado grabando el canto de pájaros enjaulados y pensando en cómo darle sonido a esa reinterpretación del mito de Jonás. “Vasco es un músico en la forma en la que mira al mundo —explica su compañero Rui Poças—. En cierto sentido, es un músico en el sitio equivocado. Pero si fuera músico, sería un cineasta en el lugar equivocado”. Pimentel siente cada sonido por su música o su significado.

Para el común de los hombres y mujeres, el ruido más insoportable no es el más alto: es el llanto de un bebé. Según un estudio publicado en el Journal of social, Evolutionary, and cultural psychology, es el ruido más perturbador porque nos resulta casi imposible ser indiferentes a él: cuando suena esa alarma, estamos dotados de un ‘resorte psicológico’ para dejar lo que estamos haciendo. Años atrás otro estudio de una universidad británica pidió a través de una web votar por una lista de más de treinta sonidos, calificándolos en seis niveles, desde ‘no tan malo’ a ‘insoportable’. El ruido de un bebé llorando quedó en tercer lugar, después del sonido de alguien vomitando y el agudo de un micrófono que acopla. Según los científicos, si el llanto de un bebé nos desespera tanto es por una reacción biológica para la conservación de la especie. Según Vasco Pimentel, la inquietud que nos provoca el llanto de un bebé tiene relación con el poder evocador del sonido y con su carácter impredecible: “Es por el potentísimo poder que tiene el oído —y ningún sentido más— de suscitar la fantasía, los temores, los recuerdos. El llanto de un bebito inmediatamente te pone a pensar: ‘Es un ser indefenso, está sufriendo, no posee el lenguaje para poder comunicarse, y necesita algo que yo no entiendo porque su lenguaje es puro grito’”. Pimentel, que trabaja manipulando el poder emocional de los sonidos, puede escuchar el llanto de un bebé y entender lo que produce en las personas: eso hace que no le moleste tanto. Si cualquiera de nosotros oye un bebé llorar, lo que empieza a angustiarnos es su duración incesante y no saber de qué se trata. El ruido de un niño que grita y que llora no tiene un patrón idéntico, ni de frecuencia, ni de ritmo, ni de desarrollo, ni de nada, explica Pimentel: “No sabes que va a pasar, y eso irrita a la gente”. En cambio para él, que entiende los sonidos por su música además de su significado, el más insoportable de todos es el sonido de un carro parado con el motor en marcha, porque le parece estúpido y absurdamente repetitivo. “Todos los sonidos son cíclicos. Pero el ciclo de un carro parado que hace trrrrrrrrrrrrrrrr es particularmente estúpido: es tan cortito que unas cuatro veces por segundo repite el mismo ciclo: taca-ta-ta ta-taca-ta-ta-ta-taca ta ta ta”. Nunca sucede algo nuevo, no hay expectativas, no hay variaciones, no hay sorpresa. Si a la mayoría nos crispa el llanto de un bebé y el motor de un carro no nos molesta, dice el sonidista, es porque estamos habituados a la repetición, porque eso es lo que el mundo impone. La música que oímos en un bar, en un café, en un taxi, en una publicidad de youtube, recuerda él, se corresponde con el ruido que hace un carro parado con el motor en marcha. Hemos sido formateados para sentirnos cómodos con lo repetitivo. Lo impredecible nos irrita o nos inquieta. Nos hace sentir inseguros.

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A la mayoría de nosotros, los aromas pueden transportarnos al pasado: el hijo de un fumador regresa a su infancia cuando aspira el humo de una marca de cigarrillos que fumaba su padre y el perfume de una desconocida en un ascensor nos dibuja a una mujer que habíamos olvidado. A Vasco Pimentel los recuerdos le entran por el oído, el primer sentido que usa un recién nacido. Desde los cuatro meses y medio empezamos a escuchar los sonidos del mundo exterior en la barriga de nuestras madres. Hace unos años un estudio de la Universidad de Harvard aseguraba que escuchar música barroca estimulaba más conexiones neuronales en los niños. Entonces se puso de moda lo que se llamó efecto Baby Mozart: algunas embarazadas corrieron a poner audífonos en sus barrigas con la ilusión de tener bebés más inteligentes por hacerles oír La flauta mágica desde el útero.

Medio siglo antes que existiera esa tendencia, Vasco Pimentel y sus cinco hermanos se criaron escuchando composiciones de los siglos XIV, XV y XVI. La música del medioevo y del renacimiento devuelve a Pimentel a su cama de niño, donde desde el piso inferior de una casona moderna, en un barrio alejado del centro de la ciudad, escuchaba los ensayos de música barroca de sus padres. Duarte Pimentel y Tita Lamas eran una pareja de músicos que se dedicó por décadas a la arqueología musical: rescataron las partituras del barroco portugués, encargaron la reconstrucción de instrumentos desaparecidos por siglos y se reunieron con otros músicos para rescatar sonidos y melodías que ya no existían. Mientras sus compañeros de escuela escuchaban los Beatles, los chicos Pimentel oían música compuesta antes del nacimiento de Bach.

Hace un tiempo, un equipo de científicos de cinco países probó una droga que devolvía al cerebro de los adultos la plasticidad de cuando eran niños. Estaban investigando el oído absoluto —esa capacidad para reconocer de memoria la nota en la que suena cualquier ruido, desde una olla que cae al suelo hasta el choque de dos copas en un brindis—, y querían restituirles el potencial de aprendizaje que tenemos antes de los siete años. Después de dos semanas de ejercicios con la escala musical, los sujetos que habían tomado el fármaco valproate, todos sin conocimientos previos de música, terminaron con un oído afinado. La capacidad para reconocer o cantar cualquier nota musical sin ninguna referencia es más una habilidad lingüística que musical, y está relacionada con la memoria auditiva, con aquello que hemos oído en nuestra infancia, con los estímulos que recibimos desde niños. Hoy los investigadores discuten una versión acústica del dilema del huevo y la gallina: ¿qué fue primero: el lenguaje o la música? Los más polémicos argumentan que el lenguaje hablado no es más que una especie de música, que los bebés escuchan primero los sonidos de la lengua y sólo más tarde reconocen su significado. Lo que llamamos música, dicen, es solo un juego creativo con los sonidos. Pero nadie nos enseña a escuchar como nos enseñan a hablar, leer y escribir.

Hoy dos de los seis hermanos Pimentel se ganan la vida con su oído prodigioso. El menor de ellos es capaz de afinar pianos en minutos gracias a su oído absoluto. Vasco Pimentel puede recordar la nota exacta con la que empieza una ópera que no ha escuchado en treinta años, y crea atmósferas sonoras para películas y piezas de teatro. “Las notas musicales —dice— no son más que una simplificación: doce compartimentos para clasificar y guardar todos los sonidos del mundo”. El sonidista atribuye a su oído musical su facilidad para aprender idiomas: Pimentel habla portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, y un poco de checo. Este último, según él, lo aprendió escuchando grabaciones en checo mientras viajaba en el metro de París, durante uno de sus viajes de filmación. Cuando escucha el mundo y cuando trabaja para componer mundos sonoros, Vasco Pimentel organiza los ruidos y los diálogos en forma musical. En la isla de edición, observa el monitor de la computadora como si mirase un paisaje vacío. Él escucha un ruido y busca combinarlo con otro. Se obsesiona en hallar el tono justo como si compusiera una canción.
La memoria acústica de un sonidista no es una melodiosa cajita de música: es una Torre de Babel de recuerdos tan confusos como inauditos. De sus viajes alrededor del mundo, Vasco Pimentel recuerda cuando los musulmanes llamaban a orar en Sarajevo, Bosnia: “Eran cantos melancólicos y vibrantes, en voces de tenor eslavo al borde del falsetto del belcanto italiano: Bellini ruso con letra en arábico”. Se acuerda del sonido de las campanas en Varanasi, India: “Eran cientos de campanas sin ritmo regular, todas en tonos diferentes, un solo golpe cada una, dentro de un zumbido constante de miles de campanitas de bicicleta”. Pimentel no puede olvidar la música de los celulares en Tessalit, Mali: “Todos se mueven con su teléfono encendido, tocando músicas de guitarras eléctricas con su sonidito de celular. Mientras caminan, las músicas se mezclan, se desmezclan en el espacio y en el tiempo”. El sonidista evoca así el silencio en San Petesburgo, Rusia: “Había un gorrión herido, caído en el suelo blanco y helado, gritando solo, echado en la nieve que seguía cayendo”. Vasco Pimentel recuerda que allí entendió por primera vez el silencio. “El silencio —dice— es todo lo que sigue sonando alrededor de un gorrión que se muere”.

Como todo sonidista, Vasco Pimentel es un creador de sonidos y de silencio. En la obra más famosa del compositor John Cage, llamada 4’33, una orquesta interpreta unas partituras en blanco durante cuatro minutos y medio. El público solo escucha su propio silencio y los sonidos del teatro. Antes de componer la obra, John Cage había visitado en la Universidad de Harvard la cámara anecoica, una sala aislada de cualquier fuente de sonido exterior y diseñada para absorber todas las ondas acústicas. Cage entró en la cámara esperando escuchar el silencio, pero descubrió que allí adentro seguía oyendo dos sonidos, uno alto y uno bajo. El ingeniero de sonido a cargo le explicaría que el sonido alto que escuchaba correspondía a su sistema nervioso, y el sonido bajo a su sangre en circulación. Eso lo llevó a componer 4’33. Según el Libro Guinness de los Récords, una sala similar, la cámara sin eco de los Laboratorios Orfield, en Mineápolis, Estados Unidos, es el lugar más silencioso del mundo. Quienes entran y cierran los ojos en esa cámara sin eco no perciben ningún sonido. Encerrados detrás de tres puertas pesadas, la mayoría de los visitantes sienten angustia y piden salir. El silencio causa placer, pero una prolongada ausencia de sonidos nos abruma más.

El dramaturgo Harold Pinter dijo que el silencio fuerza a la audiencia a contemplar lo que el personaje está pensando. En Tabú, otra película del cineasta Miguel Gomes, hay un bloque completo donde los personajes hablan y susurran y se gritan, pero el público nunca escucha sus voces. Sólo se oye la voz del narrador contando lo que vemos. Lo que sí se escucha es el ladrido de los perros, el arrastre de las sillas, el motor ronco de las motos atravesando las montañas y las canciones rocanroleras que brotan de la radio. Vasco Pimentel borró los diálogos de los personajes y puso el sonido ambiental como telón de fondo para jugar con la idea de que no tenemos certeza de las palabras que escuchamos o dijimos, y que sólo podemos reconstruirlas. “El sonido en una película actúa sobre ti de una forma metafórica, secreta, inconsciente, dolorosa, placentera. Pero son zonas secretas de nuestra psique —dice—. No es la información que ofrece una imagen o un diálogo”. Para hacernos conscientes del silencio en una escena, Pimentel utiliza la presencia distante de un sonido cualquiera: un personaje escucha a un perro que ladra a un kilómetro de distancia. En ese mundo, no hay nada más entre el personaje y el perro ladrando a los lejos. El perro está solo. En silencio. Sin nadie. Es el estado platónico de Pimentel sin tapones en los oídos. Como le gusta estar cada día, todas las mañanas, después de despertar.

*Nota del editor: Este es el texto publicado en Etiqueta Negra 120 por el cual nuestra colaboradora Sabrina Duque estuvo nominada en la categoría de texto en el Premio Gabriel García Márquez. Al final no ganó, pero el jurado le hizo una mención especial por la elegancia de su prosa en un tema complejo. Felicidades, Sabrina. Nos encanta que seas parte de GK.