“No quiero flores en mi entierro, porque sé que van a arrancarlas de los bosques”

–Chico Mendes

Hace veintiséis años a Chico Mendes, el infatigable defensor de la selva brasileña, lo mataron cobardemente por una disputa sobre un pedazo de territorio en la Amazonia de su país. El trágico pero emblemático caso de Mendes develó ante el mundo la existencia de gente dispuesta a ofrendar su vida por defender su tierra, su agua y su aire. Desde la muerte de Chico, esos sacrificios han aumentado en el mundo: solo en el 2014,  ciento dieciséis activistas ambientales fueron asesinados.

Olvidamos que vivimos en una era de consumo desenfrenado y de condiciones de desigualdad obscena: el 1% más rico del planeta poseerá más que el resto de la población en 2016. En ese contexto, parecería que las empresas dedicadas a la explotación de materias primas tienen patente de corso para extraer, sin cesar, recursos sin remediar las consecuencias de sus acciones. Y es ahí donde los excluidos de otras esferas forman parte de la historia como protagonistas, con sus ejercicios de resistencia ante el poder extractivista.

Para ilustrar  la magnitud de estos abusos se crearon dos rganizaciones internacionales de sociedad civil: Environmental Justice Organization Liabilities and Trade (EJOLT) y Global Witness. Ambas monitorean conflictos socioambientales en el mundo. En los primeros meses del 2015 revelaron –a través de dos mapas interactivos– las nefastas consecuencias de la presión de los mercados dentro de territorios frágiles, donde existen poblaciones que se oponen a la extracción de materia prima.

Global Witness intenta contabilizar estos casos en su informe. En el reporte destaca que entre 2002 y 2014, 908 personas fueron asesinadas en 35 países debido a disputas relacionadas con actividades extractivas y derechos de propiedad sobre la tierra. El 80% corresponde a Sudamérica y América Central. Sólo en 2014 al menos 116, casi el doble del número de periodistas en el mismo período. De esos, el 40% era indígena. Otro dato terrorífico: Brasil es el país con el mayor número de defensores ambientales ejectuados entre 2002 y 2014: 477. Le sigue Honduras con 111. Ahí las muertes son causadas principalmente por disputas de tierra, industrias extractivas en territorios poblados y represas.

Ecuador no aparece entre los países en situacion alarmante, pero no se escapa de la lista de activistas muertos.

En el 2003, Ángel Shingre, dirigente campesino y ambientalista –asentado en la provincia amazónica de Orellana–, fue acribillado. Según reportes, antes de morir dijo «petroleras». Shingre participaba, de forma activa, en el juicio que se inició por contaminación en contra de la trasnacional Chevron-Texaco. En el 2009, el profesor shuar Bosco Wisum lo fulminó un perdigón (según testigos, de dudosa procedencia), mientras protestaba contra la Ley de Aguas y a la minería a gran escala. En 2011, el guayaquileño Marlon Lozano Yulán, defensor del derecho a la tierra de comunidades campesinas de la Costa, fue acribillado por sicarios. En el 2013, el dirigente shuar Freddy Taish, opositor a la minería a cielo abierto murió, según sus compañeros, a manos de las Fuerzas Armadas. Y el dos de diciembre del 2014, el cádaver del dirigente shuar José Tendetza e hallado flotando en el río Zamora, al sur del país,  con los pies y manos amarrados. Pocos días después, Tendetza habría viajado a Lima para denunciar en la COP20 (una de las más importantes conferencias mundiales sobre cambio climático) la devastación que causaría el proyecto minero a gran escala Mirador. A todo esto, se deben sumar las decenas de muertes de miembros de las comunidades taromenanes, waoranis, y colonos del Parque Nacional Yasuní por los conflictos derivados de las presiones extractivas en la zona.

Al igual que en varios países de la región –como Brasil y Honduras– muchas de estas muertes son investigadas por la Fiscalía y comisiones técnicas forenses, pero el nivel de impunidad es altísimo. En Ecuador, la consistencia de estos procesos siempre está en duda.

Estos casos –documentados en la lista publicada por Global Witness– son ejemplos de la lógica violenta del capitalismo y de su complicidad con los tiempos políticos nacionales. Para intentar explicarla, el ubicuo Žižek en su libro Viviendo en el Final de los Tiempos identifica a la crisis ecológica como uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, una alegoría muy precisa para representar el estado del sistema económico actual y sus manifestaciones políticas y culturales. Sobre el mismo tema, el teórico marxista Fredric Jameson dijo “es más fácil imaginar una catástrofe total que acabe con toda la vida en la Tierra, que imaginar un cambio real en las relaciones capitalistas; como si, incluso después de un cataclismo global, de alguna manera el capitalismo seguirá adelante”. Parafraseando a Jameson, también es mucho más fácil imaginar indígenas y activistas ambientales muertos que pensar en un cambio real en el sistema. Todos sabemos que una los postulados capitalistas clave para tener un emprendimiento rentable es bajar los costos de producción –léase pagar miserias a los trabajadores– o no tener ningún tipo de cuidado ambiental en las operaciones, e incluso erradicar, en tanto sea posible, a la oposición de cualquier megaproyecto que atente al derecho a lucrar.

Es probable la crisis ecológica y la protección a los defensores de la naturaleza no tenga solución dentro del capitalismo, sino en sus intersticios y límites. Ahí de donde sacan fuerzas los Chico Mendes, los Freddy Taish, y los José Tendetza del mundo. La solución podría estar en esos espacios donde se entiende holísticamente a lo común: al preservar la naturaleza, estamos cuidando nuestra propia vida y la de todos. Por esto, quizás el mejor homenaje póstumo a todos estos héroes es entender a profundidad su pulsión, visibilizar más estos casos y desterrar para siempre la impunidad.