El turista de manual, ese que recorre las ciudades guía en mano y visita-lo-que-debe-ver y come-lo-que-tiene-que-comer, pasará por Lisboa ignorando los pasteles de nata de todas las pastelerías que se le crucen por el camino. Se estará guardando para la mejor. Las guías, esas biblias del turista, dicen que los mejores pasteles de nata de Lisboa son los Pasteles de Belém. Y cuentan una historia de fábula: el pastelito que los lisboetas acompañan con café fue una invención de esa pastelería que queda a pocos pasos del Monasterio de los Jerónimos, en cuya capilla están enterrados el navegador Vasco da Gama y el poeta Luís de Camoes. Virgilio Gomes demandaría de buen agrado a todas esas editoriales por difundir una mentira.

Pero Virgilio Gomes tiene mejores cosas que hacer. Es un señor elegante, a la caza de libros antiquísimos que cuenten más sobre los orígenes de la gastronomía de Portugal. A él, ese capítulo repetido sobre los Pasteles de Belém le parece un timo universal. Gomes es un gastrónomo portugués. Historiador de comida. Investigador de recetas. Profesor universitario. Fundador y presidente de la Cofradía del Pastel de Nata. Virgilio no dice su edad, pero parece sesentón bien conservado. Tiene el pelo plateado y la voz de locutor. Sus camisas siempre parecen recién planchadas y se viste más como un dandy que como un intelectual. “Los pasteles de Belém sólo son comibles cuando están calientes, recién salidos del horno. El buen pastel de nata debe ser delicioso, crujiente y suave, hasta cuando está frío”. Además, resalta Gomes, ha rastreado en documentos históricos de monasterios portugueses que el pastel de nata tiene más de cinco siglos. Gomes se buscó una pelea difícil: en verano, frente a los Pastéis de Belém, hay filas de una cuadra de turistas que aguantan bajo el sol y el calor para comerse esos pastelitos calientes con café más caliente aún. Todo sea por seguir el libreto de sus guías de viaje.

Cada abril, en el Terreiro do Paço, frente al río Tajo, se realiza el festival gastronómico Peixe em Lisboa. Y ahí, frente al público, un jurado elige, en una cata a ciegas, el mejor pastel de nata de Lisboa.

El año pasado, fueron doce pastelerías en concurso. Los pasteles estaban numerados: los jueces no sabían cuáles eran sus casas. El jurado, Gomes a la cabeza, evaluaron aspecto, frescura, masa, crema y sabor. Tres mordiscos y ya. Gomes dice que hay tremendas diferencias entre pastel y pastel. La masa de mil hojas. La textura de la crema. El conjunto que forman. Por segunda vez, la Pastelería Aloma, ubicada en el Campo de Ourique (cerca de la casa de Fernando Pessoa), ganó el título de Mejor Pastel de Nata de Lisboa. Con incredulidad muchos leyeron el nombre del segundo lugar: los pasteles de nata del Continente, una cadena de supermercados.

Quien conoce Lisboa, sabe que el mejor pastel de nata puede estar en la pastelería que queda junto a su casa. O en aquella a la salida de una estación de metro. O en aquel barrio escondido a las afueras de la ciudad. Si en Lisboa hay tantos pasteles de nata tan buenos, ¿de dónde se sacaron sólo una docena de pastelerías para la competencia? Durante todo el año, los miembros de la Cofradía del Pastel de Nata prueban pasteles en todo lugar y van votando por aquellos que les parecieron mejor. Son ellos quienes eligen a los doce que irán al concurso en Peixe em Lisboa.

El pastel de nata es una invención portuguesa que se hizo famosa en oriente por una pastelería abierta en Macao, su ex colonia. Y de ahí pasó a casi toda China, donde se los encuentra hasta en los restaurantes de KFC, único lugar en el mundo donde la cadena de comida rápida los vende. Si los famosos Pasteles de Belém venden veinte mil pasteles por día, en Hong Kong hay pastelerías que venden cuarenta mil. En el 2010, KFC vendió en China trescientos millones de pasteles de nata: doscientos treinta y dos millones de euros por cuenta de una cestita de masa de hojaldre rellena con una mezcla de crema de leche, yemas de huevo, azúcar y harina. Suena simple. Pero es una delicia. Tan buenos que llevaron a un hombre a fundar una Cofradía para adorarlos.